La ciencia de contar historias y la fórmula mágica de Masterchef
Hace poco acabo de terminar La ciencia de contar historias de Will Storr y, mientras estaba hoy haciendo la comida, me he dado cuenta de que muchos de los elementos que el autor considera claves para que una novela resulte atractiva para el lector están presentes en el formato de Masterchef.
Quiero aclarar que todo lo que comento en esta entrada son reflexiones mías, basándome en lo que he leído en el libro de Will Storr. En ningún momento he tenido acceso a información del programa más allá de lo que se ve retransmitido en cada temporada.
Tal vez lo que más me ha gustado del libro es el hecho de que explica cómo las historias nos afectan a nivel social e individual. Como individuos, construimos nuestro universo con nosotros como protagonistas. Todo lo que ocurre está filtrado a través de nuestra forma de pensar y nuestros valores morales. A sí mismo, en nuestra mentalidad de grupo, existen una conciencia moral de lo que es correcto y qué no. El ser humano disfruta impartiendo justicia, ya sea castigando lo que se considera incorrecto o premiando el sacrificio y el esfuerzo. También explica que la meta de un personaje en una historia no es tanto superar un problema, sino convertirse en alguien distinto. Para ello, entra en juego también la ascensión social: todo individuo tiene una posición, por muy buena o mala que pueda resultar desde fuera. Nuestra vida es una constante lucha por mejorar nuestras circunstancias; por eso cuando fallamos, es decir, cuando perdemos nuestro estatus, el personaje se rompe y tenemos ese profundo dolor que nos da el fracaso.
Masterchef tiene todos estos elementos y más.
Por una parte, el slogan del programa es "Masterchef cambia vidas", una frase más que acertada. Muchos de los participantes que entran en el concurso acaban dedicándose a la cocina de una forma u otra, independientemente de si son los ganadores de su edición o no. De alguna forma, nos venden esta idea de que un grupo de gente, privada de su vocación por diferentes factores en su vida (generalmente trágicos) consiguen aguantar durante varias semanas dentro de Masterchef y, de golpe y porrazo, adquieren el reconocimiento y los medios para empezar a desarrollar su carrera culinaria.
Esta fórmula es un BOMBAZO. No solo transmite la idea de que el programa tiene un poder arrollador sobre la gente, sino que además, produce resultados reales y palpables.
"¿Quién se convertirá en el próximo masterchef?" es la frase promocional que usan casi siempre que anuncian una nueva temporada y funciona extremadamente bien. La característica que separa Masterchef de otros talent shows es que el premio que importa no es el monetario: es la transformación de un amateur en alguien profesional. Casos como el de Carlos Maldonado, que no solo ganó la tercera edición, sino que actualmente ha conseguido una estrella michelín y es considerado un chef de renombre, alimentan esta fórmula. Sin ir más lejos, el propio Pepe Rodríguez explicaba que su restaurante estaba atravesando un momento económico delicado cuando lo llamaron para hacer de juez en el programa; y hoy en día vuelve a estar bien posicionado en el mapa gastronómico. En pocas palabras, Masterchef equivale a éxito.
Otro elemento que funciona muy bien en esta fórmula es que cada semana se va un concursante: el que falla en la prueba de eliminación. Vuelve a recalcar la idea de que, buscando la ascensión social (dedicarse a la cocina) los peores se quedan por el camino. Sufrimos cuando se va alguien que nos cae bien y disfrutamos cuando en la repesca vuelve a entrar alguien a quien teniámos cariño. De esta forma se genera un apego emocional enorme entre la audiencia y los participantes. De hecho, los más querido no solo reaparecen en la repesca (allá por la semana 8 o 9, normalmente), sino que pueden aparecer de invitados en otras ediciones. No se trata de ganar o perder, sino de gustar. El programa invita a aquellos concursantes que han tenido popularidad de una forma u otra, especialmente aquellos que han sido conflictivos de alguna manera (por ejemplo, trayendo al mismo programa a dos personas que se llevaban mal).
Ver Masterchef en la tele es un fenómeno social. En redes sociales, particularmente en Twitter, la gente lo comenta de forma incesante; pero lo más llamativo de todo es que casi siempre es más para hablar de los participantes que de la gastronomía. "Que si fulanito es muy creído; que si menganita no para de llorar...". Aquí vemos la idea de justicia social: Pepito se merece seguir porque ha trabajado mucho pero Fulanito no, porque se pasa el día quejándose y no acepta las críticas. La conversación no es sobre comida, es sobre actitud; y cuando se elimina a alguien que la audiencia cree que merece salvarse, internet se llena de mensajes de "tongo" y "estafa". El programa crea personajes diversos, con historias trágicas a los que animar u odiar, pero son los espectadores los que echan leña al fuego cada semana.
Y entonces es cuando entra el juego el elemento clave del programa: los jueces. Los jueces de Masterchef son implacables y, en mi humilde opinión, son lo que el programa sea tan adictivo. No solo son expertos en su campo, sino que también tienen los tres una personalidad más marcada. Pepe, el veterano, algo más clásico, ejemplo de disciplina y sacrificio personal; Jordi, el joven, genio que triunfa con ideas vanguardistas y una cocina más experimental; y Samantha, dueña de un cátering de lujo, especialista en postres y emplatados. Los tres ejercen a la vez el papel de mentor y de juez letal.
Sus valoraciones a veces son abusivas; se ensañan con ciertos concursantes, otras veces son muy suaves con otros; pero nunca dejan al observador indiferente. Cuesta mucho conseguir un alago de los tres, y, por eso, cuando en los últimos programas hay uno o varios concursantes que empiezan a despuntar, es cuando ver las valoraciones positivas tienen mucho más peso. La propia opinión es un premio para el concursante: hay lágrimas y emoción por el reconocimiento de tu trabajo. Es saltar un muro inquebrantable que en las primeras semanas parecía imposible.
Pero la mejor parte, lo que hace que sean tan icónicos, es su omnipotencia. Los jueces hacen lo que les sale de las narices y eso sí que es impresionante. En una edición metieron a un concursante de más porque sí; otras veces, mandaron a la eliminación a gente por mala actitud; en otras ocasiones, han echado a más de una persona a la semana o a ninguna... es arbitrario y moralista; y precisamente por eso el espectador está enganchado al televisor: porque nunca se sabe qué va a pasar. Probablemente muchas de estas cosas estén guionizadas o estén pactadas de antemano. ¿Acaso importa? Consiguen lograr el efecto que quieren en los espectadores: endiosar a los jueces.
Tal vez por eso Maestros de la Costura no llega a despuntar tanto como Masterchef. Los jueces suelen ser más benévolos y, aunque hay dramas, casi nunca suelen escalar tanto a nivel personal. En Masterchef hay concursantes (o personajes, debería decir) que se liran los cuchillos abiertamente. Eso genera salseo y hace que en los momentos de presión todo salte por los aires.
Hay muchas sorpresas. A veces el concursante favorito resulta no llegar ni a la mitad del programa y el menos agraciado llega al reto final. Y hablando de las finales...
La batalla final es muy significativa. Los dos duelistas se enfrentan con un menú completo y los jueces, junto con algún invitado experto en gastronomía, deciden cuál de los dos merece el título. Es la conclusión coherente del programa: usar todo lo que han aprendido hasta el momento y desrrollar un menú que hable de ellos, mostrando que ya no son amateurs, sino que son capaces de elaborar platos de alta cocina. El nombramiento del vencedor es icónico: los jueces se cambian de sitio con los concursantes; cada uno con un premio en la mano y Pepe, el que ejerce el papel de presentador y mentor principal, es el que nombra al ganador. Cae confeti, le dan el premio y se monta una fiesta. Ya no son concursantes, ahora llevan chaquetilla; y cuando vuelvan al programa de invitados, ya no serán Pepito o fulanito, sino el ganador de x edición.
Por eso Masterchef es un éxito profundo. Porque nos da lo que queremos ver como expectadores; porque nos vende que los sueños se cumplen si trabajas duro. No sé lo que habrá detrás de las cámaras, ni el grado de manipulación que habría o no de la narrativa de los aspirantes a lo largo del concurso; lo que sí sé es que su éxito es inagotable. Tal vez llegue el día en el que se termine el programa, pero en mi humilde opinión, es más probable que sea porque falte uno o varios de los jueces que a que se deba al aburrimiento de los espectadores.

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